Cada vez tengo más claro que estamos viviendo dentro de una novela de ciencia ficción. Imagina un pequeño territorio de ricos rodeado de una vasta franja desolada de mares furiosos y tierras baldías, un espacio letal que hordas de paupérrimos intentan cruzar todos los días para alcanzar la zona de privilegio. Casi todos fracasan y fallecen: ahogados en el mar o muertos de sed en mitad del desierto (como sucedió en el Sáhara la semana pasada: los cadáveres de las madres aparecieron abrazando a sus niños). En cuanto a los pocos que logran llegar hasta las murallas del territorio rico, elevadas defensas de alambre con cuchillas les cortan los dedos, les desgarran las carnes, les mutilan (como las verjas cuajadas de cuchillas de Ceuta y Melilla: se pusieron en tiempos de Zapatero y el escándalo hizo que las quitaran, pero ahora el PP ha vuelto a colocar esta ignominia). Y, mientras la vida va dejando oleadas de cadáveres y un reguero de sangre a los pies del muro, en el interior de la zona elitista la gente sufre problemas tan extraños como el de tener que retirar miles de prótesis mamarias.